miércoles, 9 de diciembre de 2009

I. Antecedentes















El surgimiento de Portugal como potencia marítima, dicen algunos historiadores, se verificó tras la toma de Ceuta, hoy Marruecos, en 1415. Antes, pese a tener varios kilometros de litoral del lado del Atlántico, los lusitanos no destacaban como un pueblo de grandes navegantes. Al respecto, Parry señala:

...El Portugal de las postrimerías de la Edad Media mostraba pocos de los atributos obvios de un país que se disponía a emprender una ambiciosa expansión oceánica. Tenía, por supuesto, costas marítimas, puertos, barcos, comercios y comerciantes; pero ninguna tradición importante de viajes largos por altamar, ningún sistema extenso de contactos comerciales u organización financiera que pudieran compararse con, pongamos por caso, los de Génova y Florencia y, ciertamente, no disponían de un gran excedente de capital para efectuar inversiones en el exterior... (1990, 1179).

De manera que la evolución de Portugal a pueblo de grandes navegantes se fue dando poco a poco, principalmente a instancias de la familia real.







En esa ardua labor quien llevó la voz cantante fue el tercer hijo de Juan I: el príncipe Enrique. Joven que, dada su posición en el orden de sucesión a la corona, pocas posibilidades tenía de regir los destinos de su país y optó por retirarse de la política.







Con la considerable fortuna que obtuviera tras la disolución de la Orden de Cristo, versión portuguesa de la Orden de los Templarios, en la cual ocupaba el puesto de gran maestre, el infante Enrique fundó en Sagres su cortey se rodeó de gente de mar.

Las personas que rodearon a Enrique el Navegante, como también se le conociera, no eran “...sólo navegantes, sino astrónomos, constructores de barcos, cartógrafos, fabricantes de instrumentos, muchos de ellos italianos...” (Parry, 1952, 33), quienes fueron invitados a Sagres para trabajar bajo su rectoría.



A partir de 1420, un año después de su instalación en ese promontorio del cabo San Vicente, aquel principe “...taciturno y enérgico, entre místico y aventurero y más medieval que renacentista...” (2003, 21-22), como lo denomina Arranz Márquez en su introducción a Diario de a Bordo, inició el envío de expediciones para explorar el occidente africano y de paso ir trazando una posible ruta hacia la India.


La actividad marina auspiciada por el infante Enrique avanzó lentamente; concretándose los primeros catorce años al redescubrimiento, conquista y colonización de los archipielagos de las islas Canarias, Madeira y Azores. Todo esto, previo a la superación de aquel obstáculo, natural e ideológico, que constituía el cabo Bojador.